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El destino de Lapadula

Umberto Jara
Lima - 8 noviembre 2020

Ha crecido en Europa. Sus 30 años de vida son europeos y sus 10 años como futbolista profesional corresponden al Calcio. Digamos que ha crecido y se ha desarrollado en un ambiente donde el respeto todavía existe. Las pasiones italianas por supuesto que se encienden pero no con el desenfreno tribal que existe entre nosotros. Y esa es una experiencia desconocida para Gianluca Lapadula. Es verdad que ha tenido el alerta de su madre: “No hables con la prensa peruana”. Ella sabe de qué está protegiendo a su hijo. A él le falta todavía vivir en carne propia la peruanidad.

El rival más duro que enfrentará Lapadula no serán los recios defensas uruguayos, argentinos o chilenos. El rival más peligroso es el país cuya nacionalidad ahora detenta en su flamante documento de identidad. Ya es peruano y vestirá la camiseta rojiblanca. Eso significa que su destino va a oscilar en un péndulo que va del halago desmedido a la hoguera de las críticas despiadadas.

Si Gianluca Lapadula hace goles con la 9 nacional, habrá de convertirse en un héroe. Será bendecido por la multitud que desea alegrías para soportar los días de sobrevivencia en este arduo país. Los padres vestirán la camiseta con su apellido y vestirán a sus niños de idéntica manera. Los abuelos disfrutarán que los hijos y los nietos veneren al nuevo goleador que llegó como una Navidad adelantada. Los comerciantes y los empresarios sabrán usar esa fiebre para el verde que más aprecian: el de los billetes. En suma, si Lapadula triunfa el Perú entero —con la única excepción de doña Peta— habrá de aplaudirlo con devoción.

Pero si los goles no llegan, este muchacho formado en Europa, allí donde se respetan las luces de los semáforos y se sancionan los agravios, habrá de descubrir el alma siniestra de un país (y una prensa) que empiezan criticando con impaciencia para luego pasar a la burla, después a los insultos y, por último, al linchamiento. Descubrirá Lapadula que, en este país, las mismas manos que aplauden, son las mismas que se utilizan para ahorcar.

Antes de que pise territorio peruano ya se han escuchado voces. “Si no conoce el Perú, no ama la camiseta” o “Es mejor que jueguen los que sienten la camiseta”. Expresiones del bobo nacionalismo. La realidad concreta es que en este siglo de capitalismo salvaje, el fútbol es un negocio de ilusiones. Se compra y se vende, se cobra y se juega. Ganancias a cambio de ilusiones. Y en ese sentido debemos tener muy en claro el acuerdo Perú – Lapadula, entenderlo y respetarlo.

En el año 2016, Perú necesitaba un goleador y Lapadula, con 26 años, dijo No a la selección peruana. Aquella vez eligió su futuro personal que lo llevaba a un club grande como el AC Milan. Decisión válida. Cuatro años después, se presentó la misma situación: Perú necesita un goleador y Lapadula, esta vez, aceptó. Listo. Hay un acuerdo. Llámenle negocio si quieren. Pónganle el nombre que quieran. Lo concreto es que le sirve a Perú y le sirve a Lapadula. Y ese acuerdo merece respeto.

Los que tengan dudas sobre si el corazón de Lapadula es o no blanquirrojo, recuerden algo: el fútbol tiene un alma especial y ese muchacho va a querer triunfar y va  poner todo lo que esté a su alcance porque todo aquel que sale a una cancha quiere ganar, quiere el gol, quiere el aplauso.

A este país llega Gianluca Lapadula Vargas. Aquí, aunque muchos se molesten, vivimos en un país que disfruta erigiendo estatuas para tener el placer de dinamitarlas. No me interesa ni la estatua ni el explosivo. Deseo que Lapadula triunfe y triunfe de manera inmensa porque sus goles serán los nuestros. Y si la suerte no lo acompaña, igual merecerá el afectuoso aplauso por el esfuerzo y por atreverse a acompañarnos en el difícil camino mundialista.

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