La magia del Pibe Valderrama

El escritor Sergio Álvarez persiguió la figura de Carlos Valderrama durante varios meses y logró acercarse a la figura del futbolista más querido por los colombianos. Aquí la crónica.

Redacción ONCE
Lima - 23 agosto 2020

De Bonda a Santa Marta

Jaricho entró agotado al barrio, terminaba un día duro, el entrenamiento, las clases, los enredos en ambas partes y, para completar, la nostalgia permanente por haber sido necio y haberse separado de Juana, la mujer con la que se había casado dos años atrás.

El sol, ajeno a las culpas que lo perseguían, abandonaba el acoso diario a Santa Marta y los pescadores, los trabajadores del puerto y demás pobladores de Pescaíto empezaban a acomodar sillas, bancos y mecedoras en las puertas de las casas para disfrutar del fresco del atardecer.

La música, recién llegada de los arrabales de Cuba y Puerto Rico, se mezclaba con los saludos de los vecinos, con la gritería de los niños y con los comentarios apasionados sobre algún partido de fútbol de los muchachos que invadían las esquinas. Jaricho sonrió, Pescaíto lo animaba, aquella vida tan a cercana a la infancia, a las tardes en que acompañado por Artillero, el perro de la familia, trasegaba las calles de Bonda para vender las carimañolas, empanadas, rosquitas, cuajaderas y cocadas que Clementina, la mujer trigueña y saludable que lo había parido, hacía para ayudar a sostener la numerosa prole que, junto a Julián Valderrama, el patriarca de la familia, iba trayendo al mundo. Un carro cruzó ruidoso y Jaricho dejó ir los recuerdos de la infancia y pensó en el San Isidro, el camión mixto en el que iba y venía de Bonda a Santa Marta cuando estudiaba el bachillerato.

Nunca tenía dinero y debía cargar y descargar bultos sobre los que viajaba para pagar los dos centavos del pasaje. Gracias al San Isidro y a los abundantes almuerzos que le servía la tía Meme en la casa del barrio Cundí había podido graduarse como bachiller en el Liceo Celedón, el colegio más prestigioso de la ciudad. El San Isidro y Santa Marta no solo le habían dado educación, también la habían dado el fútbol.

De los juegos con pelotas de trapo en Bonda, pasó a los entrenamientos con el equipo del liceo, a los partidos intercolegiados y a la primera convocatoria para jugar con la selección del departamento del Magdalena. Y no solo se había hecho jugador, se había convertido en fanático del fútbol, la religión más importante del siglo en que había nacido. Sentado en las gradas del Eduardo Santos, el recién construido estadio de la ciudad, había visto jugar al argentino Miguel Ángel Botta, al húngaro George Maric, al samario especialista en chilenas Felipe Hernández, a Cozzi, Pini, Zuluaga, Ramírez, Rossi, Soria, Reyes, Pedernera y Di Stefano, muchos de ellos los mejores jugadores del mundo, que por aquel entonces protagonizaban la época dorada del fútbol colombiano. No parecían muchos años los que mediaban entre la infancia y la primera madurez, pero le habían servido para dar un importante salto en la vida. El trabajo juicioso en el liceo le había conseguido el respeto y la admiración del profesor Agustín Iguarán, y aquel guajiro lo había puesto a trabajar como profesor interno en un colegio que acababa de abrir. Allí era el encargado de dar las principales clases, de hacer la guardia nocturna, de coordinar las actividades deportivas y hasta de acompañar a los estudiantes internos a las salidas dominicales al cine.

Las tardes, las madrugadas y los fines de semana de fútbol también habían fructificado; se había convertido también en un defensa central sólido y recio que no solo conseguía ganar algunos pesos extras con el deporte, sino que empezaba a acariciar las delicias de la fama. No estaba nada mal, se podría decir que rozaba el éxito. Sin embargo, no lograba quitarse de la cabeza a Juana ni a María, la niña de la que ella estaba embarazada el día que se separaron.

Un grupo de muchachos jugaba al fútbol, se detuvo a observarlos y volvió a sentirse feliz de estar en Pescaíto. No había nacido allí, pero ya empezaba a formar parte de la tradición futbolística del barrio al que, a principios del siglo XX, los marineros ingleses que recalaban en el puerto le habían enseñado a jugar al fútbol. Las fintas y las carreras que hacían los chiquillos ya no tenían nada de inglesas, la mezcla de razas que poblaba el lugar se había apropiado de las enseñanzas anglosajonas y había creado una manera de jugar y relacionarse con el balón que parecía haber brotado de la misma tierra.

“Entonces qué, Jaricho, ¿una cervecita?”, saludó un compadre y lo sacó de las abstracciones y nostalgias que lo tenían cogido del cuello. Volteó a mirar, sonrió al compadre, sintió la garganta seca de dar clases y el cuerpo sediento por el calor y los afanes del día. Podía sentarse allí, tomarse una fría, charlar un rato y, después, ir a visitar a una “amiguita” que tenía en un barrio vecino. Era tentador, pero volvió a pensar en Juana y María y rechazó la cerveza. Seguido por las burlas de los amigos, giró la esquina y caminó en dirección a Barrio Norte, el barrio que separaba Pescaíto de la playa y donde quedaba la casa de Justo Palacios, el papá de Juana.

Los saludos de otros vecinos y el paso apurado entre las calles inundadas de niños jugando fútbol lo dejaron frente a la casa del ex suegro. Titubeó, recordó los detalles de la conquista de Juana, las palabras y las sonrisas cruzadas, las manos juntas en los parques y en las fiestas, las promesas de amor y hasta la actitud beligerante de Aurelio ‘Yeyo‘ Palacios, el cuñado al que intentó invitar una vez al cine y que le había contestado con agresividad: “Yo solo voy al cine con la plata que me da mi papá”. Recordó también los nervios y la ansiedad con los que había subido al tren y había hecho el trayecto hasta Latal, el caserío de la zona bananera donde por esa época vivía Totó, el hermano mayor de la familia, para pedirle que fuera hasta Santa Marta y pidiera la mano de Juana. Totó sonrió algo escéptico, pero terminó por aceptar el comprometedor encargo y el 26 de julio de 1959 hubo boda.

Tras una corta luna de miel, la pareja se fue a vivir al corazón de Pescaíto, en una calle conocida como el callejón de la calumnia, porque allí se vivía bajo la mirada vigilante de Gala Medina, de las Pan de Sal, de las Mora, las Simancas y la Mona Pecosa, la mujeres más chismosas del barrio.

El tránsito de hombre libre, triunfador y famoso a hombre casado y comprometido fue más difícil de lo que esperaba, amaba a Juana, pero no pudo resistirse a ciertas aventuras y como en aquella calle hasta el más mínimo desliz terminaba por saberse, Juana se había cansado de soportar tantas aventuras y había vuelto a vivir a casa de los padres. Ahora, en lugar de tenerla en casa, esperándolo, debía volver a golpear en la casa del suegro y debía volver a aguantar las miradas desconfiadas de los cuñados.

Una cosa es tener miedo y otra demostrarlo, así que alzó la mano y golpeó con los nudillos fuertes de campesino a la puerta de madera. No abrían y tuvo que repetir el llamado. Segundos después oyó los pasos de Juana, sintió la mano de ella rozar la madera para quitar el pasador y la vio aparecer detrás de la puerta entreabierta. El extraño silencio que había en la casa y la expresión nerviosa que se apoderó del rostro de ella, le hicieron saber que estaba sola. “Vengo a ver la niña”. Juana lo miró con esa mezcla de rabia y alegría que siempre sentía al verlo y dudó un par de minutos, pero terminó por dar un paso atrás y franquearle la entrada. Él intentó actuar con naturalidad, pero no logró hacerlo porque la presencia imponente de Juana en el silencioso vacío de la sala le sobresaltó la sangre. Un par de frases sin terminar y habrían terminado besándose o, como mínimo, discutiendo, si la sonrisa feliz, inocente y acogedora de María no hubiera aparecido.

Jugó un rato con la niña, la consintió, le dio los dulces que le había comprado y, finalmente, la vio desaparecer en busca de unos juguetes que había dejado abandonados en el patio. De nuevo entre Juana y él se instaló un silencio comprometedor y del silencio se desprendieron algunos reproches, de los reproches salieron las explicaciones y una insinuación muy cercana al perdón y de aquella insinuación surgió el deseo. Volvieron a besarse, a acariciarse, a hacerse reclamos y a abrazarse y volvieron a buscar una cama donde poder juguetear y retozar un rato. Se amaron y ella volvió a reír y a ser la mujer segura y enérgica que lo había enamorado y él volvió a sentirse pleno y a comprobar que tantas aventuras le habían hecho perder mucho más que una casa y una mujer.

Pero el deseo es pasajero y fue inevitable volver al silencio, a las dudas, a los reproches y a las falsas promesas y terminó por salir de allí más inquieto de lo que había entrado y sin siquiera imaginar lo que en verdad había pasado aquel día. Sería necesario que trascurrieran varias semanas para que Juana, angustiada, decidiera ir a hacerse una prueba de embarazo. Se necesitarían varios meses para que ella encontrara una solución digna y se decidiera a hablar con una comadre que podía alquilarle una casa, se necesitaría que Juana se decidiera a decirle: “Mira, yo estoy embarazada y no le voy a echar otro hijo a mi viejo. Uno está bien, pero dos no. Tengo una casa lista y, o te vas a vivir allí conmigo, o me voy a vivir sola”.

Se necesitaría de aquel ultimátum para que, después de confesar que él también se moría de ganas de volver con ella, pudiera sellarse la reconciliación, y se necesitaría que pasaran un par de décadas para que supiera que durante aquella visita Carlos Alberto Valderrama Palacios, el futbolista que años después haría vibrar a Colombia, había marcado el primer gol de su vida.

Días de Pescaíto

Anochece, Jaricho se detiene en frente de la casa familiar, abre la puerta y escucha la voz enfurecida de Juana. Han pasado doce años desde que ella dio a luz el hijo varón que los reconcilió y que lo puso tan feliz que decidió llamarlo Carlos, el mismo nombre que él llevaba escrito en la cédula. Pero, como si existiera una maldición para los Carlos dentro de la familia Valderrama, aquel niño tampoco llegaría a ser conocido por el nombre de pila. Siete días después del parto, Jaricho jugaba con la selección del Magdalena la final del Campeonato Nacional de Fútbol y Juana, entusiasmada, decidió romper el rigor de la dieta e ir con el recién nacido a verlo jugar.

El partido resultó complicado, Antioquia, el rival, era un equipo bravo y empezó ganando. Un gol marcado al final del partido consiguió el empate para los samarios y un segundo gol marcado en tiempo extra le dio a la selección del Magdalena un campeonato que llevaba dieciséis años sin conseguir. El estadio estalló en aplausos, algarabía y festejos y Jaricho, en lugar de dar la vuelta olímpica con los demás jugadores, corrió hacia Juana, agarró al niño y volvió con él al campo de juego. El bebé fue un motivo más de celebración y pasó de brazo en brazo hasta que recaló en las manos de ‘el Turco‘ Deibis, un mediocampista argentino que trabajaba como técnico en Santa Marta. “Está lindo el pibe”, dijo ‘el Turco‘ y, sin quererlo, bautizó al niño con el apodo con el que sería conocido a partir de aquel día. Pero, al momento de abrir la puerta, aquel hijo ya no es un bebé, es un adolescente reservado, perfeccionista y de muy mal genio que está enfrentado a la ira de la madre y, algo todavía peor, está a la espera de que Jaricho lo salve de la ira materna.

¿En qué andabas, Pibe?, pregunta con seriedad al muchacho para apaciguar un poco a Juana. Mira, contesta el Pibe, estira el brazo y le muestra varias monedas. Y eso, ¿de donde las sacaste? el Pibe se acomoda, sabe que está ganando tiempo y eso le conviene. Él lo mira mientras el muchacho cuenta que junto a Franklin, Deibis y otros amigos han cogido la costumbre de ir al puerto, nadar hasta los barcos y ponerse a gritar: jelou míster, jelou míster.

Los marineros se acercan al borde de la cubierta, nos saludan, se esculcan los bolsillos y tiran monedas al agua. El nadador que dure más tiempo metido en el agua y pueda rescatar las monedas se queda con ellas, termina el Pibe con una expresión de orgullo en la cara. Jaricho coge las monedas, las examina y no puede evitar sentirse feliz por las cualidades de nadador del hijo. Juana ve ceder al padre, estira la mano y pide las monedas. ¿Así que a esto te dedicas?, dice aún enojada. Yo no veo el problema de que el muchacho vaya un rato al puerto, dice él, así hace deporte y hasta aprende inglés. Juana lo mira con rabia y mira de nuevo al Pibe. Bueno, ya veremos si es verdad tanta dicha, dice, da la espalda y camina hacia la cocina. ¡Uf!, se ha salvado el muchacho, piensa, mientras el Pibe corre de nuevo en busca de la calle. Han sido días de lluvia, el clima está fresco y, gracias a ello, el tierrero de la calle está apaciguado y se ha convertido en una mullida alfombra de polvo. ¿Un partidito?, pregunta Franklin apenas ve salir de casa al Pibe. El Pibe acepta con un gesto serio y empieza a armar los equipos. Pero hacer las alineaciones no es tan fácil, no todos quieren jugar como se va disponiendo y empiezan las discusiones y las protestas. Entonces no juguemos, dice imponente el Pibe y aquel ultimátum consigue restablecer el orden.

Empieza el partido, el Pibe grita, exige esfuerzo, da órdenes, Franklin corre en busca del arco contrario, Deibis defiende y los otros corren, marcan, dan codazos, meten pierna y ruedan por el suelo como si en los partidos jugados en aquella estrecha calle se decidiera el destino del mundo. La bola de caucho va y viene, salta, rueda, se dejar llevar con armonía y cariño o huye intransigente si alguien chambonea y le pega con más rabia que talento. Es caprichosa aquella bola, no le teme a nada, pero es esquiva, no entra tan fácil en la portería contraria y se muestra silenciosa e indiferente cuando alguien, por fin, consigue un gol. Vuelven y sacan y la pelota vuelve y va y vuelve y viene y, sin ningún pudor, golpea las paredes y las puertas de las casas de la calle quinta. Todo es intensidad y emoción hasta que una de aquellas puertas se abre y, antes de que alguno de los muchachos pueda evitarlo, la señora Teresa Avendaño agarra el balón. “Lo he dicho mil veces, en esta calle no se juega, ya estoy aburrida de que le den balonazos a la puerta de mi casa”, grita mientras da la vuelta y cierra con rapidez la puerta por la que ha aparecido. Vieja hijueputa, murmuran los muchachos y se miran unos a otros con rabia y con la misma rabia miran al Pibe. El Pibe escupe enfurecido, coge una piedra y se acerca a la puerta de la casa de doña Teresa. ¡Pibe!, grita él, que todo el rato ha simulado hablar con los vecinos, pero que en realidad ha estado atento a cada minuto del juego. El Pibe voltea a mirar, tropieza con la mirada del papá y deja caer la piedra al suelo. Es mejor que entres a casa, ya estuvo bueno por hoy, le dice. Pero si todavía está temprano, contesta Deibis, porque al Pibe la rabia no lo deja ni hablar. Sí, además esa vieja no es la dueña de la calle, dice Franklin. Mañana que le haya pasado la rabia a doña Teresa, yo mismo le pido la pelota, les contesta.

El Pibe se sienta en el andén, él lo mira y aunque no lo deja traslucir, se siente orgulloso de la garra que muestra el muchacho. Tiene sangre de futbolista, piensa; la misma sangre que él, la misma que el tío Totó, la misma que Justo y Aurelio, los dos hermanos de Juana que juegan en el Unión Magdalena. Los Valderrama viven y respiran fútbol y están creciendo en un barrio en el que no hay una sola calle donde no haya nacido un jugador famoso. Por eso, le cuesta tanto controlar al Pibe, por eso le gusta dejarlo jugar, le gusta oírlo gritar, verlo entrenar con las hermanas en la misma habitación donde duermen, por eso jamás se ha enojado cuando rompe con el balón el espejo del cuarto o cuando regresa tarde a dormir porque el día le parece poco para saciar toda el hambre de fútbol con que siempre se levanta.

Pasan dos meses de colegio, playa y fútbol y llega la entrega de notas, sigue siendo profesor, así que termina de entregar las notas de los alumnos del curso que dirige y corre a recoger las notas del Pibe. La cara seria y desencantada del maestro que lo recibe le deja claro que las noticias son poco halagüeñas, el Pibe ha perdido las principales asignaturas incluido el inglés, la materia que los habría salvado de la humillación. Enmudecido, baja las escaleras del colegio, tal vez ha sido demasiado permisivo, tal vez se está equivocando. “No todo el mundo nació para estudiar”, le dice otro maestro cuando él le comenta lo ocurrido. Él escucha y asiente, pero se siente inseguro, él mismo ha abandonado el fútbol y ha seguido la carrera de profesor, porque sabe que los fracasos en el fútbol son innumerables y no solo dañan el bolsillo sino también el alma. Ama el fútbol, pero tiene miedo al futuro que puede esperarle al Pibe y, para completar la amargura, tiene miedo de la reacción de Juana cuando vea las notas del muchacho.

Sale del colegio, atraviesa en silencio el centro de Santa Marta, da un par de rodeos, para en una tienda y se toma una cerveza para hacer tiempo, pero llegan el mediodía y el hambre y es inevitable volver a casa. Entonces, viejo men, lo saluda el Pibe. Él lo mira, no sabe si regañarlo o apoyarlo de nuevo y, mientras duda, aparece Juana. Déjame ver, dice. No quiere entregarle la libreta con las notas, pero estira la mano y se la entrega. Juana la revisa, mira al hijo, mira al marido, los ve expectantes, derrotados; así ha querido tenerlos hace mucho tiempo y siente la tentación de cobrarles tanta complicidad desobediente, pero, más que rabia por las notas o satisfacción por tener la razón, siente que quiere a aquellos dos hombres. ¡Aja!, y no que estaba aprendiendo inglés, dice y le devuelve la libreta con las notas y, sin volver a mirarlos, vuelve a entrar a la casa.

Año Nuevo en la cárcel

El camión de la Policía cruzó la calle quinta. Jaricho, que estaba sentado junto a la puerta, lo dejó ir con la mirada y lo vio girar en dirección al centro de la ciudad. El camión rodó despacio por la cuarta y se detuvo frente a Piso Alto, la tienda donde, después de terminar el entrenamiento, pasar por casa y coger una arepa, el Pibe toma gaseosa y charla con los amigos.

Los policías, excitados al ver a los muchachos, saltan del camión y les ordenan alzar las manos y ponerse contra la pared. No corren tiempos tranquilos, están en 1980 y mientras el Pibe juega la primera temporada con el Unión Magdalena, Jaime Bateman Cayón, un samario igual que él, está estremeciendo al país con la eficacia y la espectacularidad con la que dirigía una guerrilla urbana llamada Movimiento 19 de abril, M-19. Todos arriba, grita el sargento y los muchachos no tienen más opción que obedecer.

El camión reinicia la marcha y cruza las calles que lo separan de la estación policial de la calle Santa Rita. Vuelve la gritería de los policías y el Pibe y los amigos bajan a empellones del camión y empiezan a hacer una fila en el patio del lugar. ¡Identifíquense!, ordena el sargento y cada uno de los muchachos va buscando entre los bolsillos la cédula de ciudadanía. Le llega el turno al Pibe.

El hijo de Jaricho hace un movimiento demasiado brusco y la cédula cae al suelo. El policía, que lo ha visto demasiado relajado y tranquilo, piensa que se está burlando de él y apenas el Pibe se agacha a recoger la cédula, le da una patada en medio de las piernas. El Pibe, enfurecido, se endereza y devuelve el golpe. El policía rueda por el suelo mientras el Pibe da un salto y echa a correr. Unas cuadras adelante, el Pibe se encuentra con la tía Mercedes y se abraza a ella.

Aparecen los policías que lo persiguen, Mercedes intenta intervenir, pero es reducida con bolillazos y patadas y no tiene más opción que entregar el sobrino a la policía. Está en el calabozo, incomunicado, sentencia el policía de guardia cuando Jaricho va a averiguar por el hijo. Pero si no ha hecho nada malo, solo defenderse de una agresión, dice, pero el agente lo mira con rabia y desprecio y le ordena salir del lugar. Esa noche no puede dormir, da vueltas en la cama, oye la música que aún no se ha apagado en las tiendas del barrio, oye el traqueteo de algún tren en la cercana estación del ferrocarril e imagina al Pibe sentado sobre el suelo sucio del calabozo. Sabe que el Pibe tampoco está durmiendo y que el incidente es grave, antes de volver a casa ha consultado a Alberto López Zapata, un abogado amigo, y López le ha explicado que, por la situación del país, hay un Estatuto de Seguridad vigente y la agresión a un policía es un delito que se paga con años de cárcel. Llega el amanecer y, acompañado de Claribeth, la novia del Pibe, y de Juana vuelve a la estación. Lo trasladaron a la cárcel, les informa el agente que ha reemplazado al que lo atendió el día anterior.

Los peores augurios del abogado se han cumplido y él decide volver donde López Zapata y pedirle que asesore al Pibe. Van a la Notaría, hacen los poderes y, después de una larga mañana de trasiegos burocráticos, logran una autorización para visitarlo. Lo encuentran molesto porque no ha podido ir a entrenar y silencioso, como suele estar siempre que atraviesa un contratiempo.

Zapata le explica la complejidad de la situación. El Pibe no puede creerlo, mira a Jaricho sorprendido y él lo abraza y le promete que hará todo lo posible por sacarlo lo más pronto de allí. Trasladan la causa judicial contra el Pibe a la Base Naval de Barranquilla y padre y abogado empiezan una romería permanente hasta allí para vigilar el proceso e ir presentando los recursos que eviten que el Pibe vaya a un Consejo Verbal de Guerra. En el carro del abogado van y vienen y Jaricho y Zapata se vuelven tan famosos en la Escuela Naval de Barranquilla, que los infantes de marina los dejan entrar sin requisarlos, el juez militar que lleva el caso les sonríe y se rasca la cabeza cuando los ve llegar y el secretario del juzgado les cuenta las novedades a espaldas del jefe. Entre tanto, en la cárcel, la situación mejora un poco.

Internos, guardias y director se enteran de que “el monito de afro” juega en el equipo de la ciudad y el director decide alejarlo de los presos comunes y trasladarlo a la enfermería del penal. Allí hace amigos y forma un equipo para jugar con los presos de otros patios. Las noches las pasa oyendo las historias de los otros reclusos y contando cómo ha ido haciendo la carrera de futbolista. Los internos se enteran del paso del Pibe por la escuela infantil de fútbol de Caballito Atencio, oyen hablar del profe Carlos, el zapatero que dirigía el Independiente, el mejor equipo juvenil donde ha jugado, se ríen de las derrotas que aguantó con el equipo de Edison ‘Robapollo‘ González y lo felicitan cuando cuenta los triunfos con la selección del Liceo Celedón y con la selección juvenil del Magdalena.

Mientras el Pibe convierte el encierro en fútbol, Jaricho mantiene la romería matinal a Barranquilla y usa las tardes para visitarlo y contarle cada novedad judicial. Yo no quiero pasar Año Nuevo aquí, le dice cuando completa tres semanas encerrado. Lo sé, viejo men, pero la cosa está tesa, hay un teniente de aquí que no quiere ceder y mientras ese man no afloje, es casi imposible sacarte, le contesta. El Pibe se rasca la cabeza y vuelve a callar. Jaricho lo mira, él tampoco quiere verlo pasar las fiestas en la cárcel, así que se empecina, busca más ayuda, intenta que Eduardo Dávila, el dueño del Unión, le dé una mano, pero no consigue ningún progreso. Con tristeza y rabia, el Pibe pasa Navidad y Año Nuevo en la cárcel.

Jaricho soporta unas fiestas amargas y el primer día laboral del juzgado, vuelve a insistir. ¿Cómo pasó las fiestas el papá del futbolista que le pegó a un policía?, le pregunta el juez. Bailando la tristeza, contesta con un esbozo de sonrisa. El oficial alza la cara y estrella la mirada contra aquel hombre moreno, grueso, de pelo ondulado e iluminado por las primeras canas. Ve la nariz ancha, la piel curtida y los ojos vivaces de un hombre que sabe muy bien lo que es batallar cada pequeño progreso en la vida. Le tengo una sorpresa, dice de pronto el juez y le extiende una hoja de papel. ¿La orden de libertad? Sí, no debería dársela, pero estoy cansado de verlo por aquí. Gracias, muchas gracias, le dice y le estira la mano. El oficial acepta el saludo y vuelve a examinarlo. Vaya, saque al muchacho y póngase a cuidarlo, si vuelve a pegarle a alguien, lo meto a la cárcel a usted, ¿entendido? Entendido, contesta y con el paso algo ladeado y paciente que lo caracteriza, sale del lugar.

La fiesta del Piripi

Comesaña estaba enfurecido. Ustedes dos no juegan más, para ustedes el campeonato ha terminado, sentenció. Pero Julio, suspéndeme a mí, dijo el Pibe, no puedes dejar sin jugar a Armando, está a punto de ser el goleador de este año. No, Pibe, no puedo hacer excepciones, ambos se equivocaron, ambos pagan. No me parece, no está bien dijo el Pibe. Lo que no está bien es que, cuando el equipo va peor, dos profesionales consagrados cometan un acto de indisciplina de esa magnitud, remató Comesaña, dio la espalda y salió del camerino.

Todo había empezado tres días atrás cuando Armando ‘el Piripi‘ Osma se le había acercado en el avión y le había dicho al oído: estoy de cumpleaños y Sonia me espera en el apartamento con una tortica y unos amigos para celebrarlo, qué, ¿se le apunta? El Pibe lo miró sonriente. ¿Quién más va? Nadie, es una fiesta privada. El Pibe vuelve a sonreír. ¿A qué hora llego? Apenas pueda, contesta el Piripi.

El Pibe lo ve volver a la silla y piensa en lo peligroso que es irse de fiesta, no van bien en el campeonato, después de dos años estando arriba, han caído al sexto lugar de la tabla de posiciones. Pero, aquel 1987 ha sido un buen año, ha ido a jugar la Copa América a Argentina y allí, él, el Pibe de Pescaíto, fue elegido el mejor jugador del torneo. Lleva, además, dos años gloriosos con el Deportivo Cali, no han logrado ser campeones, pero, en compañía de Bernardo Redín, han recorrido los estadios de Colombia mostrando un fútbol alegre y agresivo que siempre arranca aplausos de las aficiones rivales. Así que, ¿qué hay de malo en romper un poco las reglas e ir a tomarse unos traguitos donde el Piripi? Sale de la concentración, va a casa, saluda a los niños, le comenta a Claribeth el compromiso con el amigo, ella asiente y le pide un taxi.

El Piripi lo recibe con alegría, Sonia está feliz, hay una amiga de ella y Serrano y Solís, dos jóvenes jugadores del Cali que también han sido invitados. En la mesa está el pastel y junto a él, una buena botella de whisky, pero, como el campeonato no ha terminado, decide no probar el whisky y conformarse con una cerveza.

Con los primeros tragos la noche se anima, destapan más cerveza y se ponen a hablar de los pases que el Pibe le ha puesto al Piripi durante ese año y brindan porque esos pases tienen al Piripi a un punto de ser el goleador del torneo. En el equipo de sonido suena el grupo Niche, el frescor de la noche entra por la ventanas abiertas y cuando disminuyen un poco las carcajadas de los asistentes a la fiesta, se puede oír el ruido de los grillos y las chicharras. Cali le gusta, esa ciudad lo ha hecho feliz y ha sido el escenario donde ha conseguido la consagración.

Todavía no sabe que ese año será elegido el mejor jugador de América, pero desde comienzos de temporada, cuando Francisco Maturana lo llamó a dirigir el medio campo de la selección Colombia, tiene claro que le ha llegado la gloria. Se acaba el casete del grupo Niche y Sonia le da gusto, pone un disco del Binomio de Oro. La voz llorona de Rafael Orozco lo regresa a tierra y alza la cerveza para volver a brindar por el Piripi cuando llaman a la puerta. El Piripi lo mira extrañado mientras Sonia camina hacia la entrada.

La hoja de madera se abre y abrazados, borrachos y acompañados de un par de mujeres aparecen Rayo y el Willy Rodríguez, dos jóvenes jugadores del Deportivo Cali que, por alguna filtración, se habían enterado de la fiesta y habían decidido autoinvitarse. El Pibe se puso nervioso, aquella reunión privada empezaba a ser una rumba de equipo, casi un carnaval y así había mucho riesgo de que el chisme se filtrara y no quería ni pensar lo que podía pasar si se enteraba el técnico o, peor, si se llegaba a enterar la prensa. Pero no dijo nada, no quería ser ave de mal agüero.

Habló un rato con un amigo árabe del Piripi, pero, unos minutos después, volvió a caer en el silencio. Volvió a ponerse nostálgico, a acordarse de la entrada a la cárcel que casi le acaba la carrera de futbolista, a acordarse de Perfecto Rodríguez, el técnico que lo dirigió los dos primeros años en el Unión Magdalena y que le dio confianza y continuidad. Perfecto lo hizo profesional, no descansó hasta que lo vio ir y venir por el campo con total seguridad y hasta que no vio que los periódicos en toda Colombia empezaron a hablar de él.

Después vinieron esos meses tristes con Castelli, el técnico argentino que reemplazó a Rodríguez y que después de dos años de ser titular del Unión Magdalena, lo puso en la banca para poner a jugar a Bocanelli y Ribolzi, los dos jugadores que habían llegado también de la Argentina. Él se retiró del equipo y dijo que con Castelli no seguía, pero después de dos semanas de no ir a los entrenamientos tuvo que ceder porque Eduardo Dávila, el dueño del equipo, se puso del lado del técnico y porque hasta Jaricho terminó regañándolo y diciéndole que volviera a jugar, que él apenas era un aprendiz, que ¿quién se estaba creyendo? Pero, no fue un buen año y tampoco fue bueno el año siguiente cuando, bajo las órdenes de Jorge Luis Pinto, jugó en Millonarios, uno de los equipos de Bogotá. En ese momento, llegó la oferta salvadora del Cali, el equipo y la ciudad donde estaba ahora, donde había sido subcampeón dos veces seguidas, donde se había convertido en una estrella nacional e internacional, donde ganaba suficiente para estar tranquilo y donde había tenido otro hijo. ¿Por qué tan calladito?, le preguntó la chica que había llegado con el Willy. Aquí, pensando. No piense mucho, amor, eso hace daño, le dijo la chica y se giró disimuladamente para mostrarle el exuberante cuerpo que tenía. Aquella mujer lo hizo sentir medio borracho y decidió no dejarse llevar más por la nostalgia y disfrutar de la fiesta.

La chica del Willy volvió a hablarle, él le sonrió, cruzó un par de palabras con ella y la dejó para ir a hablar con el Piripi. Se abrazó al cumpleañero y le dijo que le iba a poner todos los balones que pasaran por sus pies para que hiciera goles, para que fuera el champion goleador de ese año. El Piripi también lo abrazó, le dijo que era un genio, que lo admiraba, que no había otro jugador en el mundo como él, que él era un caballero, que desde el día que vio cómo se embolaba él mismo los guayos y desde que supo que era incapaz de llegar tarde a una cita o de traicionar a un amigo o de dejar que alguien irrespetara a una dama, desde ese día se sentía orgulloso de jugar al lado de él y aceptaba con placer que le diera órdenes o lo gritara en el campo de juego. Estás borracho, Piripi, contestó. Sí, está un poquito borrachito mi Piripi, sonrió Sonia y besó al Piripi. No, ¡que no!, gritó alguien a espaldas de ellos. Él volteó a mirar y vio a la chica que había llegado con el Willy manoteando para evitar que el futbolista la besara.

La escena no le gustó. Deja tranquila a la hembra, le dijo al Willy. No, ella vino conmigo, quiero que esté conmigo, contestó el Willy muy agresivo. Déjame, suplicó la chica. No, insistió el Willy y la cogió aún más fuerte. No nos vayas a dañar la fiestica, dijo el Piripi. Suéltela y ya está, insistió él. No la suelto, o es que cree que no me he dado cuenta que le está cayendo a la pelaa, contestó el Willy. Ahí, perdió el control y decidió que no iba a dejar que, justo en el año en que se había consagrado y preciso en el momento en que lo estaba arriesgando todo para celebrarlo, viniera un aprendiz de futbolista y le faltara al respeto. ¡Este hijueputa!, dijo y le pegó un empujón al Willy. Este picado, dijo el Willy y se le echó encima y con esa respuesta empezaría la pelea que se comentó con lujo de detalles al día siguiente en la radio y la prensa. Como que la cagamos, dijo el Piripi cuando vio venir a Comesaña hacia ellos. ¿Y ahora?, preguntó el Pibe. Pues toca aguantar la tormenta, contestó el Piripi.

¡Mundialistas!

Son la siete de la noche, el sol cae y un bus recorre las calles de Tel-Aviv, el chofer conduce con calma y, mientras el desierto y el mar pasan a lado y lado, levanta la cabeza, mira por el espejo retrovisor y tropieza con la algarabía que están formando los jugadores de Colombia. Después de un ayuno de veintiocho años, acaban de clasificar a Colombia a un mundial de fútbol. El chofer no está especialmente entusiasmado, los colombianos lo han conseguido gracias a la eliminación de Israel, pero verlos tan felices, gritando, riendo, abrazándose unos a otros y hasta besándose, es contagioso y el hombre suelta una sonrisa. De pronto, mira un poco más atrás y ve al capitán del equipo, un hombre rubio y de rizos largos que está sentado, silencioso, llorando.

Él no lo sabe, no es un gran aficionado al fútbol, pero ese hombre se llama Carlos Valderrama y llora no solo por el triunfo obtenido después de una larga lucha y grandes sacrificios, sino que llora porque aquella clasificación es el cumplimiento de una promesa. También llora porque está frágil, para él, no corren buenos tiempos. Lleva algo más de un año jugando en el Montpellier, un equipo francés, y después de llegar con honores, ha terminado como suplente. A los problemas de Francia, se le han sumado los ataques de los periodistas durante la eliminatoria, la presión para que Francisco Maturana, el técnico de la selección, lo saque del equipo, le quite el único alivio que tiene en medio de la crisis futbolística que vive.

Pero esa tarde, él ha demostrado que sigue siendo el mejor, que es posible que tenga problemas en la liga francesa, que es posible que los ajustes que le está haciendo al estilo no encajen todavía en la selección, pero que, a pesar de todo, sigue siendo el mejor líder y el mejor jugador que puede tener el seleccionado colombiano. Por todo eso llora, porque se acuerda cómo apenas hace unas semanas, en un partido contra Paraguay, lo sacaron a mitad del juego y tuvo que ver, por primera vez en mucho tiempo, un partido del equipo nacional desde la banca de suplentes.

Llora porque se acuerda cómo, en esos días tan jodidos, recibió el cariño de la familia, de los amigos y del barrio y los consejos sabios de Jaricho que no se cansaba de repetirle: Llavecita, usted no nació pa‘marcá, usted no nació para esa vaina. Usted nació pa‘pensá. En la cancha, piense, juegue su fútbol. Él lo escuchaba, se sentía mejor y, como en los viejos tiempos, se calzaba los guayos y se iba a entrenar con los amigos. Por eso llegó como nuevo a Tel-Aviv. Por eso volvió a ser el mismo de siempre, porque en La Castellana, la simbólica cancha del barrio, pudo, por esos días, volver a tocar el balón con alegría, volver a los túneles, los frenos, los pases cortos, los pases largos, las gambetas, durante aquellos diez días había vuelto a divertirse jugando, había vuelto a ser el Pibe de Pescaíto.

A veces, cuando se tomaba un descanso o se quedaba un momento solo, pensaba otra vez en Francia, pensaba en la cara que ponía Claribeth cuando lo veía volver a casa triste, silencioso y desesperado de los entrenamientos. En Francia, la vida lo estaba probando y tan solo recibía alguna luz cuando le llegaban los paquetes con periódicos que Jaricho le mandaba de Colombia o cuando lo llamaban periodistas amigos de Colombia y él sacaba fuerzas para decirles que todo iba bien, que estaba trabajando y esperando la oportunidad. Te quieres devolver para Colombia, ¿cierto?, le había preguntado una noche Claribeth.

Él no había tenido fuerzas para negarlo. Y si regresas, ¿qué vas a hacer?, ¿Pararte allá en Piso Alto mañana y tarde? Porque ningún equipo en Colombia puede pagar lo que vale tu pase, ni pagarte el sueldo que ganas aquí. ¿Y tus hijos? ¿Y yo? ¿Nos devolveremos a comer mierda en Santa Marta? ¡Nada de eso! ¡De aquí no nos vamos!, había dicho ella y con aquel regaño le había dado fortaleza para seguir luchando. Menos mal que llegaron las eliminatorias del mundial, menos mal que Francisco Maturana insistió en tenerlo otra vez como capitán del equipo. Maturana lo había salvado.

Aun así, no había sido fácil clasificar, habían empezado con una victoria sobre Ecuador en Barranquilla, una victoria más que necesaria porque el partido se había jugado con Colombia entera de luto; el viernes anterior habían asesinado a Luis Carlos Galán y el mismo domingo del partido se había celebrado el sepelio del respetado candidato presidencial. Aquella tarde, ellos habían jugado por la paz de Colombia y le habían dado al país, en medio de esa tristeza, una gran alegría al haber obtenido un triunfo.

Después fueron a jugar a Asunción contra Paraguay y les fue mal, el árbitro chileno Hernán Silva había alargado el partido y les había pitado un penalti dudoso con el que perdieron. Luego fueron a Guayaquil a jugar contra Ecuador. Habrían ganado fácil, pero desperdiciaron muchas oportunidades de gol y terminaron empatando. Por eso fue tan grave que Paraguay terminara ganando el primer tiempo del juego de vuelta en Barranquilla.

El camerino estaba intranquilo, él estaba en un rincón, quietecito, y cuando se paró para ir a la cancha, Maturana le dijo que se quedara tranquilo, que no iba a jugar la segunda parte. Eso le dio duro, no dijo nada, se bajó las medias y se quedó un rato ahí pensativo. Luego se quitó la ropa y se metió en la ducha. Después, se relajó y subió a ver el partido.

No estaba jugando tan mal como para que lo sacaran, pero decidió tomarse la decisión del técnico con tranquilidad. Colombia ganó y eso lo alivió. Más tarde, en el hotel, los periodistas lo buscaron y lo interrogaron para que cayera en la trampa de hablar mal de Maturana, pero él no dijo ni una palabra. ¿Cómo iba a hablar mal de un hombre que había hecho tanto por él, el hombre que le estaba dando una mano para que sorteara la intensa crisis que estaba viviendo en Francia? La selección se disolvió para esperar el partido que aún le quedaba a Paraguay con Ecuador en Guayaquil. Vio el partido en familia y aunque no celebró la victoria de Ecuador que clasificaba a Colombia, supo que la vida le estaba dando una nueva oportunidad y decidió que iba a hacer hasta el último esfuerzo para conseguir aquella clasificación. Llegó el primer partido frente a Israel y Maturana volvió a ponerlo en la titular. El partido fue duro, pero lo hizo bien y ganaron con un gol del Palomo Usuriaga. Solo faltaba Tel-Aviv. Y allí, lograron empatar y él fue la figura de la cancha.

Ahora iba en el bus llorando, haciendo balance entre lágrimas, consciente de que ya había pasado una prueba, pero que aún le faltaba mostrar cuánto valía en Europa. Pero ahora volvía a tener las fuerzas necesarias para conseguirlo, aquellos abrazos, toda aquella felicidad, aquel país que estaba en la lejanía celebrando que él hubiera jugado el mejor partido en meses, le daban suficiente valor para volver a Montpellier.

Estaba feliz, sabía que, a esa hora, Juana ya debía haberse tomado la primera cerveza y que todos, los hermanos, los primos, los sobrinos y los amigos de Piso Alto debían estar abrazados celebrando. Y sabía que, a esa hora, Jaricho ya debía estar sacando la pick-up y debía estar recorriendo las calles enloquecidas de Pescaíto. Nadie podía estar más feliz que el viejo men, Jaricho había jugado con la selección Colombia las eliminatorias de 1966, no había podido clasificar y aquella eliminación se le había convertido en una de las mayores frustraciones de la vida, por eso él le había prometido que clasificaría a Colombia al mundial y que así limpiaría el nombre de los Valderrama. Y esa tarde lo acaba de conseguir y aquella promesa cumplida era la que le estaba impidiendo parar de llorar.

¡Cinco a Cero!

Candado, Orlando Granados, Guacarita, Raúl Avendaño, Bul, Juan Yánez, Capoto y los demás jugadores de Rincón Chiquito, el equipo de veteranos que dirigía Jaricho, se acomodaron en círculo y, entre sonrisas de expectación, vieron a Guacarita acomodar la botella de cerveza en el pavimento y hacerla girar para que empezara a dar vueltas. Indiferente a los jugadores, el envase de cerveza se detuvo y la boca todavía húmeda señaló a Alberto Cote. Corría 1993, se jugaba la eliminatoria del mundial de Estados Unidos y ellos habían decidido reunirse siempre a ver los partidos en casa del jugador que señalara la botella.

Así que el domingo 5 de septiembre, día del partido contra Argentina, jugaron un rato y, después, subieron a los carros y fueron a la carrera 16 con calle octava, esquina donde tenía la casa el hombre que había señalado la botella. Los recibió, como siempre, la sonrisa amplia de la mujer de Cote. Reían y bromeaban, ajenos a la presión que había estado soportando el hijo de Jaricho.

Después de ir al mundial de Italia, de volver a Montpellier, superar el bache y terminar siendo elegido el segundo mejor jugador de la liga francesa en 1991. Después de que la revista Cambio 16 le tomara una foto de espaldas y pusiera en primera página la cabellera dorada del Pibe con un titular que decía: ‘La cabeza de Colombia‘. Después de que Deporte Gráfico le pusiera un frac y le diera la batuta de un director de orquesta. Después de que La Gazeta dello Sport de Milán usara la imagen del jugador de Pescaíto para anunciar productos y videos con motivos del anterior mundial de fútbol, el Pibe volvía a Buenos Aires a jugar la siguiente eliminatoria.

Tranquilo, más que seguro, bajó del avión, hizo inmigración y, en lugar de respirar el aire cálido de la primavera bonaerense respiró la agresividad con la que los esperaba una multitud de hinchas argentinos. Las miradas burlonas, los gestos vulgares, el barullo y la permisividad de la policía que permitió a los hinchas que lo acorralaran y le jalaran el pelo, lo enfureció. Bajó con resignación la cabeza y caminó en dirección al autobús que debía llevarlo al Caesar Park, el hotel donde estarían hospedados. “De todo esto me desquito en la cancha”, pensó.

En el hotel, la gritería no cedió, las calles de los alrededores estaban invadidas de hinchas furiosos que, día y noche, cantaban himnos y que se acompañaban con tambores con el fin de no dejarlos descansar y de que llegaran desconcentrados y agotados al partido. “Todo esto no es más que miedo”, dijo Pacho Maturana, al otro día cuando estaban desayunando. “Si hasta Maradona ha tenido que salir a dar declaraciones y a echarnos en cara la historia del fútbol argentino, es porque no se sientan tan seguros de ganar”, añadió el técnico colombiano.

El Pibe escuchó a Maturana, supo que el técnico tenía razón y, muy tranquilo, salió con los demás jugadores hacia el estadio de Avellaneda a hacer las prácticas. El momento del partido llegó y a media tarde del domingo estaba formado en el estadio de River Plate, acosado por decenas de miles de personas, oyéndolas cantar el himno argentino mientras apenas él y otros diez cristianos que vestían igual se encargaban de cantar las notas del himno colombiano.

Argentina arrancó con ganas, pero, él se hizo cargo del partido, empezó a buscar el balón y a controlarlo para quitarles ritmo a los argentinos. Pero el control sin goles no sirve para nada y solo hasta el minuto 41, cuando recibió el balón en el centro del campo y alzó la cabeza y vio a Freddy Rincón picar por la derecha y le soltó el precioso pase que Freddy convirtió en el primer gol, empezó a sentirse tranquilo.

El descanso fue más que descansado, iban ganando. En el segundo tiempo, Argentina intentó acorralarlos de nuevo, pero ellos volvieron a contener la embestida y, justo en el momento que Argentina estaba jugando mejor, Rincón cogió una pelota en el medio campo y metió un pelotazo profundo para Asprilla, que transportó el balón con maestría y disparó con una precisión que dejó boquiabiertos a Goycochea y al estadio entero. Él sonrió, entre más goles haya de ventaja, más puede dominar el balón, transportarlo, tocarlo, esconderlo, que es lo que le gusta hacer.

Argentina intenta reaccionar, pero no encuentra el camino. El Pibe no les da chance, sigue repartiendo juego, desesperándolos. Minutos después, Goycochea se luce y consigue sacar del arco otro remate de Freddy Rincón. La bola va a los botines de Leonel Álvarez y este se la devuelve a Freddy, que, esta vez, la recibe y, sin siquiera pararla, saca un cañonazo que revienta la bola contra la red. Tres goles y Argentina desfallece, por ningún lado se ve la historia de la que tanto ha hablado Maradona.

A los 33 minutos, Asprilla se roba un balón en el medio del campo, corre y queda solo enfrente del arquero. Goycochea intenta achicar el ángulo de disparo, pero Asprilla le hace un globito y, de nuevo, el balón choca contra la red argentina. El público se silencia y hace el tránsito de la agresividad a la admiración. Seis minutos después, el Tren Valencia recibe un pase de Asprilla, elude a Goycochea y toca con suavidad para ponerle ternura al quinto gol de la tarde. Al oír el pitazo final, los jugadores colombianos se abrazan de felicidad, lloran, saltan, gritan y solo se tranquilizan cuando levantan la mirada hacia las tribunas y descubren que el público agresivo que no los ha dejado dormir y que los ha chiflado noventa minutos se ha puesto de pie y los está aplaudiendo. Hasta Maradona, el arrogante rey del fútbol, hace sonar las palmas para felicitar a Colombia.

Esos aplausos se vuelven gritos y lágrimas en la casa de Alberto Cote, Jaricho no puede de la felicidad, los amigos lo felicitan, lo palmotean y lo abrazan. Acalorado y nervioso por la alegría, Jaricho se asoma a la terraza y ve a la gente salir a la calles, ve a la gente gritar enfebrecida, ve a la gente montar un carnaval espontáneo y siente miedo y vuelve a entrarse. En ese momento se apaga la voz de los narradores de fútbol y empieza a sonar otra vez Diomedes, las cajas y los acordeones se toman la casa de Alberto Cote y, mientras en el hotel Caesar‘s Park de Buenos Aires, el Pibe y toda la delegación colombiana celebra y se emborracha, él hace lo mismo, brinda mientras ve a las mujeres despejar la sala y empezar a bailar. Quieren que aquellos jugadores viejos vuelvan a ser jóvenes gracias a la felicidad de un triunfo que ha enloquecido a Colombia y que se convertirá en el mayor carnaval, en la mayor explosión de alegría, vitalidad y muerte que haya vivido el país en los últimos cincuenta años del siglo XX.


¡Júnior campeón!

Es domingo, 19 de diciembre y se juega la última fecha del campeonato profesional colombiano. En la casa de la familia Valderrama reina la agitación. Juana y las muchachas preparan arepas, ayacas, guineos, y Jaricho, después de poner a punto la Carabañola, la buseta que el Pibe le ha regalado para que lleve a la familia a verlo jugar con el Júnior, corre a comprar el Willians Grants, el whisky que se ha elegido para celebrar el posible triunfo. La expectación es total, no solo se juega el título del campeonato colombiano, se juega el primer título del Pibe con un equipo nacional.

Todo aquel barullo había empezado a finales de 1992, cuando Fuad Char, el dueño del Júnior, desoyendo las voces que decían que el Pibe estaba muy viejo y que comprarlo era botar el dinero, hizo un cheque de un millón de dólares para comprar el pase del jugador. Char había acertado. Aquel año, el Júnior llegaba a la última fecha del campeonato con las posibilidades de conquistar la tercera estrella. Jaricho prendió la Carabañola, vio subir a Juana, a las hijas, a los nietos y a los yernos, puso en el pasacintas un casete de Tito Rojas y, mientras la familia al completo cantaba Señora de madrugada, la Carabañola salía de Pescaíto.

El estadio vibraba de pasión por el Júnior, en las tribunas sesenta mil personas vestidas de rojo y blanco saltaban, cantaban y gritaban a la espera de que empezara el juego. Jaricho estaba tranquilo, en todo ese año, los Valderrama jamás habían faltado a un solo partido y nunca se habían vuelto a casa derrotados. El Junior, dirigido por Comesaña, saltó al campo, jugaban Pazo, Briasco, Cassiani, Mendoza, Uribe, Mackenzie, Grau, Pacheco, Valderrama, Guerrero y Valenciano. Minutos después salió el América, el equipo rival. Iba dirigido por Francisco Maturana y jugaban Córdoba, Pérez, Jiménez, Bermúdez, Moreno, Villarreal, Cabrera, Rincón, Escobar, De Ávila y Usuriaga. Después de la nota final del Himno Nacional, regresó la gritería y el árbitro dio orden de empezar el juego.

El Júnior empezó presionando, pero el América se paró bien, contuvo la embestida y empezó a tocar con tranquilidad y confianza. En la tribuna la gente grita, empuja, canta en espera de que llegue el gol, pero el gol del Júnior no llega. Es más, Valenciano bota un penalti y, minutos después, Álex Escobar aprovecha un error de Uribe y pone en ventaja al América.

Los jugadores del Júnior entran agotados y cabizbajos al camerino al término de la primera parte. El Pibe, que entra de último, ve la mirada desconsolada de los compañeros y, en lugar de sentarse y descansar, se pone enfrente de ellos y empieza a hablar. ¿Qué pasa, es que acaso vamos a perder este partido?, ¿vamos a dejar a Barranquilla sin título? Pensé que todos aquí eran hombres, que tenían las pelotas bien puestas, pero aquí hay mucho maricón, mucho jugador de radio, mucho jugador de periódico, remata. Está enfurecido, si hay algo que no soporta es perder. Los jugadores le ven la rabia y empiezan a hablar, a darle explicaciones, él los calla y vuelve a arengarlos.

En ese momento, aparece Comesaña. Los jugadores miran al técnico, esperan las instrucciones, pero el técnico se sienta a oír al Pibe y, cuando el Pibe termina, tan solo dice: ya el Pibe habló, háganle caso. Entre animados y comprometidos, los jugadores del Júnior salen a jugar el segundo tiempo y empiezan a ponerle al partido las mismas ganas y la misma concentración que le está poniendo el Pibe.

A los diez minutos, la táctica da resultado y el Niche Guerrero marca un gol y empata el partido. Pocos minutos después, el mismo Niche recibe un pase del Pibe y marca el segundo gol para poner a ganar al Júnior. El estadio enloquece, parece que las tribunas se van a caer. Pero América no se resigna, empuja y en el cobro de un tiro libre, Valenciano mete la mano y propicia un penalti. El Pibe no se da cuenta quién ha cometido el error, pregunta, pero nadie se atreve a contestarle. El penalti se convierte en el empate del América y ante la triste realidad, el Pibe mira hacia la banca y Comesaña le indica que con el empate son campeones. Entonces, el Pibe le dice a Fernando Panesso, el árbitro del encuentro, pita ya, Panesso, esto se acabó. No te vayas a crear problemas, mira que el público se va a meter a la cancha. Está en esas, cuando Comesaña cambia la señal, el otro partido importante de la jornada ha cambiado de resultado y el empate ya no les sirve.

No vayas a pitar todavía, faltan cinco minutos, le dice el Pibe a Panesso aunque el reloj ya marca 45 minutos. Panesso no dice nada, pero no pita. El Pibe vuelve a meterse en el partido, llega al borde del área, recibe un balón y, aunque tiene espacio para disparar, prefiere hacer un amague, descolocar a la defensa del América y entregarle el balón a Mackenzie. El delantero, a pesar de tener un ángulo difícil, emboca la pelota en el arco. Es gol, el gol del triunfo, el gol del título. Jaricho salta en la grada, ve a los aficionados llevar al Pibe en hombros, ve a Juana llorar de alegría, ve a toda la familia abrazarse y, aunque siente ganas de llorar, solo toma un sorbo de whisky y se dice a sí mismo: yo sabía que el Pibe no me iba a fallar, yo sabía que esta vez también íbamos a volver vencedores a Pescaíto.

Un final entre amigos

Jaricho salió relajado de la ducha y con la sensación de estar muy lúcido, pero cuando se puso la ropa lo invadió la tristeza. Era domingo, primero de febrero de 2004, el día escogido por el Pibe para retirarse del fútbol. Mientras ajustaba la puerta y emprendía el camino hacia el parqueadero donde tenía guardada la Carabañola, alzó la cabeza y vio los cerros altaneros y erosionados que separan a Pescaíto de Taganga.

Unos meses después de nacer, cuando Juana ya había vuelto a quedar embarazada, el Pibe había enfermado, había empezado a ponerse flaco y él, después de consultar a un médico y a un par de comadres, había tenido que convencer a Juana de que no le diera más pecho al niño y de que reemplazaran la leche materna con leche de cabra. Juana aceptó probar el remedio y aquella decisión convirtió a Jaricho en un ciclista matutino que todos los días subía la cuesta de aquellos cerros, iba a Taganga y volvía con una cantimplora llena de una leche de olor fuerte que sirvió para sanar al Pibe. Con el calor tempranero, la música constante y la habitual tranquilidad de los vecinos, la vida de los domingos en Pescaíto parece ir lenta, estar casi detenida.

Pero, si lo pensaba bien, la vida iba mucho más rápido de lo que había pensado. ¿Cuánto tiempo hacía que el Pibe jugaba en la calle con los amigos, se quejaba por la terquedad de la señora Teresa o se iba a buscar al puerto las monedas que le tiraban los marineros? Estaba satisfecho, muy pocos papás en Colombia podrían ver tan bien compensados los esfuerzos hechos por un hijo. El Pibe había trabajado duro, se había convertido en un gran jugador, había sido responsable, serio y, lo más importante, había hecho feliz a un país entero.

El Pibe había conseguido mantener unido el matrimonio, había construido un futuro para los hijos, había logrado los sueños que cualquier hombre tiene e, incluso, había realizado los sueños que él mismo no había alcanzado a materializar. El Pibe le había dado la felicidad completa, mucha más de lo que siquiera llegó a imaginar cuando lo tuvo en brazos por primera vez y se alegró tanto de que fuera un varón. Pero, no podía evitar sentirse triste. El retiro del Pibe era el final de una época brillante y exitosa pero, también era el fin de la alegría de verlo jugar, de la emoción de verlo triunfar, del gusto por aplaudirlo y de la inmensa satisfacción de apoyarlo y aconsejarlo en los momentos duros.

Con aquel retiro, algo de la vida y del mismo fútbol que siempre lo había acompañado, moría dentro de él. Parqueó la Carabañola y, por última vez, vio a los hijos, nietos, sobrinos y amigos de la familia subir a ella para ir a ver jugar al Pibe. Esta vez no pensó cómo iba a quedar el partido ni si iban a salir campeones, sino que pensó en las imágenes de la rueda de prensa, donde había visto al Pibe acompañado de algunos de los mejores jugadores de Latinoamérica. Pensó en Francescoli, el jugador uruguayo que tantas veces había enfrentado el Pibe y que, varias veces, le había ganado la lucha por un campeonato. Pensó en los otros, en Campos, en Chilavert, Aguinaga y, sobre todo, pensó en Maradona que, desde la noche anterior, paseaba la gordura y la desesperación de estrella caída por las calles de Barranquilla.

El estadio Metropolitano estaba repleto, sesenta mil personas, muchas de ellas de pie a causa del sobrecupo; había pancartas de despedida y agradecimiento, besos gigantes dibujados en cartulina, barras ansiosas de aplaudir al ídolo y gente igual de feliz y de entristecida que él. Cuando acabó el juego preliminar y vio salir a los futbolistas del camerino y vio la pancarta en recuerdo del asesinado Andrés Escobar que llevaban extendida, volvió a sentirse infinitamente triste. El estadio se silenció, el Joe Arroyo se acomodó en medio de las dos formaciones y cantó, con la voz fina y melancólica con la que mezcla música salsa y dramáticas historias de esclavos, el Himno Nacional. Jesús ‘Chucho‘ Díaz, el árbitro, dio el pitazo inicial y Pazo, Cabrera, Mendoza, Hoyos, Pérez, Cassiani, Álvarez, Serna, Valderrama, Iguarán, Valencia, Valenciano y Asprilla, ‘Los amigos de Colombia‘, empezaron el combate simbólico contra Chilavert, Soto, Margas, Villazán, Jáuregui, Aguinaga, Etcheverry, Francescoli, Arce, Campos y Zamorano, ‘Los amigos del Mundo‘.

El Pibe, como siempre, tomó el timón del equipo de colombianos y empezó a repartir juego y a divertir a la afición. Francescoli, Zamorano, Chilavert y Aguinaga respondieron al fútbol del Pibe y el juego se puso entretenido. Abrió el marcador Wilson Pérez para los colombianos, empató Díaz Arce para los extranjeros. A los 31 minutos, Valenciano volvió a darle ventaja a ‘Los amigos de Colombia‘ y, seis minutos después, el Pibe tuvo ocasión de ampliar la ventaja pero erró el cobro de un penalti. En cambio, dos minutos después, Jorge Campos fue certero y puso el marcador dos a dos. Descansaron los quince minutos de rigor y volvieron al terreno de juego. A los diez minutos de la segunda parte, Asprilla habilitó al Pibe y este marcó un gol. Unos minutos más tarde, Chilavert siguió el mal ejemplo del homenajeado y falló un penalti, pero Jorge Campos repitió gol a 27 minutos del segundo tiempo y con ese breve estremecimiento de la red dejó sellado el resultado final del partido. Tres minutos después del empate, vino la verdadera despedida, el momento que Jaricho quería y no quería ver. El asistente de campo anunció la salida del Pibe del campo de juego.

El partido se detuvo y el Pibe, vestido con la camiseta de Colombia, con una camiseta del Júnior en la mano derecha y una de la selección Magdalena en la mano izquierda, empezó a caminar en dirección a la línea blanca que demarca el terreno de juego. El estadio entero se puso de pie y empezó a aplaudir, a gritar, a chiflar. El Pibe siguió tranquilo, sereno, como siempre solía estar en momentos así. En la línea estaba Kenny, el hijo menor, el Pibe le dio el brazalete de capitán y dejó claro que daba paso a una nueva generación de futbolistas. Después, sin mirar hacia atrás, dio otro par de pasos y, en medio de más gritos, más aplausos y más rechiflas, se encontró con Jaricho y lo abrazó. Por primera vez en la noche, el Pibe perdió el control y se echó a llorar. Él también empezó a llorar y, mientras lloraba, volvió a pensar en Bonda, en el San Isidro, en la tarde en que fue a visitar a María y volvió a tropezar con Juana, pensó incluso que, con tantos preparativos y nervios por aquella despedida, se había olvidado de cambiar el aceite al motor de la Carabañola. Miles de días se le metieron en la cabeza, en el cuerpo, en las lágrimas y mientras el Pibe lo apretaba y lloraba, supo por qué había estado tan nostálgico: entendió que aquella despedida era el final de un largo partido, de un partido que ya se había jugado, que ya había tenido un resultado y que, por más que lo hubieran ganado y disfrutado, ahora aquel partido empezaba a perderse en el pasado, a convertirse en historia. Y supo con toda claridad que en la historia, al contrario que en la vida, es imposible ser padre, es imposible ser hincha, es imposible ser amigo, en pocas palabras, que con la historia, es imposible volver a vivir.

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