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Messi 2022, Maradona 1990

Leo capitanea una doble aventura, la suya y la de una selección que se exprime por ayudarle y protegerle.

Santiago Segurola
España. - 13 diciembre 2022

Cualquier Mundial permite un relato más o menos canónico, con la excepción de Italia 90. Cuesta recordar el ganador —en caso de duda, siempre Alemania— porque el compás de la competición lo marcó Maradona, que no necesitó jugar ni medio bien para adueñarse de la narrativa: la extraordinaria jugada que precedió al gol de Caniggia en la victoria sobre Brasil en octavos de final, el reclamo napolitano que atravesó como una daga el Italia-Argentina de las semifinales y, en la final, su furiosa reacción al abucheo del himno en el Olímpico de Roma. Así de gigantesco era el personaje. Por ahora, a falta de dos partidos, el eje narrativo de este Mundial corresponde a Messi y la épica emocional del equipo argentino.

Leo Messi capitanea una doble aventura, la suya, que esta vez tampoco escapa a la Maradona, y la de una selección que se exprime por ayudarle y protegerle. En Qatar, la naturaleza juguetona del fútbol se empeña en reproducir el camino de Argentina en el Mundial de Italia. Como Maradona entonces, Messi preside un equipo derrotado en el primer encuentro, sometido a enormes sufrimientos en la primera fase y en los octavos de final, destinado a resolver los cuartos de final en la rueda de penaltis —Yugoslavia allá, Holanda aquí— y de nuevo con toda la nación en vilo.

Este Messi también anima a pensar en Maradona 90, no en el rotundo fenómeno de México 86. Será casualidad, pero uno falló un penalti —contra Yugoslavia en la tanda definitiva— y el otro, también (Arabia Saudí). Hasta para relampaguear se parecen: la conducción y el pase ciego a Caniggia ante el acoso de marcadores brasileños, la escapada de Messi de la trampa defensiva holandesa y su gloriosa conexión con Molina en el primer gol argentino.

Protegido por una guardia que muere por defenderle —vuelve a la memoria Maradona y la abnegada Argentina del 90— Messi camina más que nadie en este Mundial, en una época del fútbol que no tolera al caminante. No hay la menor sensación de reproche en el equipo. Al contrario, le preservan de gastos, confiados en el rédito de sus calambrazos. Argentina lo ha entendido así y el plan le funciona, quizá porque a su manera Messi se burla de la ebullición física actual.

A la espera del zarpazo que vendrá, Messi convierte su condición de caminante en un recurso de camuflaje. En medio del derroche general, de la obsesión por la dinámica, Messi utiliza el paso distraído de los andantes para ocultarse de los rivales, programar su reserva de energía y observar cómo la gente pasa zumbando a su alrededor. Es una paradoja que atenta contra la realidad vigente en el fútbol, pero que Messi aprovecha como un depredador. Cuando aparece es demasiado tarde para el rival. Ha hecho un arte de la invisibilidad.

A diferencia de otras selecciones —Brasil, Francia, Inglaterra…—, Argentina no cuenta con jugadores que valgan una fortuna. También en ese rasgo se parece a la versión del Mundial 90. Es un equipo que atrapa, y hasta emociona, por su ferviente protección de Messi y la capacidad para sobrevivir a la sucesión de dramas desde la derrota con Arabia Saudí en el primer partido. Ni Australia le permitió vivir una noche tranquila.

A cinco días de la final, Argentina recorre un camino que ya conoce, con un jugador al que se entrega sin desmayo, con un impresionante gasto de energía física y emocional. Le ha servido para adiestrarse en la adversidad y multiplicar la cohesión interna, no se sabe si a cambio del agotamiento en la recta de llegada. De lo otro, de surgir de la niebla, se encarga Messi, protagonista de un relato fascinante: llegar un paso más lejos que Maradona en 1990.

Fuente: El País

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