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Ay, la pelotita parada

El viejo lamento volvió a aparecer. Perú sufrió tres goles que iniciaron su destino de red a partir de pelotas paradas lloviendo en el área nacional. ¿Por qué retorno este mal que creíamos desterrado?

Umberto Jara
- 3 julio 2021

Sobre las tribunas vacías del Estadio Olímpico Pedro Ludovico de la ciudad de Goiania, parecía escucharse la voz de Daniel Peredo diciendo como un lamento: “Ay, la pelotita parada”. Tres veces ay esa pelotita parada que detiene la alegría, que modifica el marcador, que paraliza el entusiasmo y convoca a la angustia. Dos tiros de esquina y dos goles paraguayos; un pase del arquero y desde el aire llega el balón para el tercer gol paraguayo.

Primer gol paraguayo. Córner, distracción de Peña y tras la gran atajada de Gallese nadie tomó el rebote.

Ay, la pelotita parada apareció  en la noche brasileña como un fantasma retornando desde el pasado para pincharnos la alegría. Logramos espantar al fantasma con los corazones en la mano, con la angustia envolviendo la costa, la sierra y la selva. Como si en estos días tuviésemos en el alma espacio para más incertidumbre. Es cierto que al final todos coincidimos en que el retumbar de los corazones agitados es un boleto que estamos dispuestos a pagar por volver a gritar, a reír, a abrazarnos viendo como ingresaba hacia la red esa pelota a ras de césped enviada por Miguel Trauco, con ese botín que anoche se calzaron 32 millones de peruanos para ejecutar ese penal junto al muchacho de Tarapoto porque ese buen provinciano que ahora juega en Francia, asumió la responsabilidad de enfrentar ese instante breve, ese terrible instante que, en apenas unos segundos, te otorga la gloria de la ovación unánime o el mal recuerdo que te acompañará a lo largo de los años.

Todas las sensaciones de la noche ante Paraguay, esas sanciones que fueron de la esperanza al temor, de la conquista lograda a la pérdida de lo avanzado, de la alegría a la angustia y otra vez, por fin, tan solo a la alegría, todas esas sensaciones ocurrieron, una tras otra, a causa, ay, de la pelotita parada.

Miguel Trauco, la serenidad ante el penal; el lateral que aún debe en la marca.

Celebración con angustia por tres goles vitales.

Cuando Gareca llegó a Lima, en marzo del 2015, entre los varios dramas que encontró hubo un pedido reiterado y urgente: acabar con los goles que nos hacían a partir de las pelotas que venían por vía aérea desde un lanzamiento de esquina o un tiro libre. Eran, además, las pelotas que nos destrozaban la ilusión porque solían llegar, con toda su perfidia y su mala leche, en los minutos finales a tal punto que los peruanos éramos rehenes de la más dolorosa manera de ver un partido de fútbol: estar al borde de la victoria y terminar atrapados por el “casi ganamos” o el “casi empatamos”… pero los titulares de los diarios decían, inapelables, que habíamos perdido porque los balones que venían desde las esquinas o desde los tiros libres, esos balones, la defensa peruana no los sabía controlar.

El juego aéreo, el viejo déficit que aún no se salda.

Con Gareca ocurrió el aprendizaje que algunos, aturdidos por el sufrimiento de tantos años, confundieron con magia lo que era trabajo inteligente. Los defensas y los mediocampistas peruanos aprendieron a conjurar ese maleficio y los córneres y los tiros libres ejecutados por los rivales pasaron a ser lo que siempre deben de ser: una incidencia del juego y no el origen de un drama.

Desde entonces, veníamos bien en la materia hasta que llegó la pandemia y aunque los científicos aún no han estudiado totalmente al Coronavirus tal vez lleguen a determinar que uno de sus efectos secundarios es que los futbolistas olvidan defender los envíos que llegan a partir de las pelotas paradas.

Gareca pidiendo orden a una defensa que se confunde.

Un tomatodo de agua fría, así fueron los goles paraguayos.

Ese olvido, ese sector borrado del disco duro de una selección que trabaja con un sistema de procesamiento de datos, nos volvió a traer el fantasma que creíamos exorcizado, la antigua angustia, el amago de tener otra vez la pena de volver a decir: “Casi ganamos”. Desde la soledad de las tribunas de Goiania, se podía ver cómo una, dos, tres veces ingresaba el balón no por mérito del contrario sino por errores nuestros, por distracciones, por confusiones generadas por esos balones que caían del cielo.

Nos salvó la entrega de un equipo que tiene muy presente el sacrificio y el pelear hasta el final. Nos salvó también, extraordinario, Pedro Gallese en ese penal atajado. Y nos salvaron de la pena y nos llevaron a la alegría los muchachos que encajaron sus penales –maravilloso atrevido Yoshimar Yotún picando con gracia Panenka el penal a su cargo–; ellos, los que convirtieron la pena máxima en máxima alegría, como diciéndole a todos los peruanos “Tranquilos, los malos recuerdos no tienen lugar”.

El viejo lamento volvió a aparecer. Perú sufrió tres goles que iniciaron su destino de red a partir de pelotas paradas lloviendo en el área nacional. ¿Por qué retorno este mal que creíamos desterrado?
Gallese, el único valor inamovible en una defensa que busca existir.

La selección peruana tiene un cartel como los que vemos en las calles: “Hombres trabajando”. Cuando se retire ese cartel, no habrá fantasma que asome. Y se calmarán las angustias. Pero, por ahora, ese equipo con la blanquirroja en el pecho se merece largos y vibrantes aplausos porque siendo un equipo en formación, un elenco en busca de dos centrales que no asoman, con laterales debutantes, con atacantes debutantes, ha llegado a ser semifinalista de la Copa América. Y eso se debe a que Ricardo Gareca y su comando técnico tienen varios talentos y uno de ellos es espantar a los fantasmas del pasado para entregarnos las alegrías en el presente. Digamos, pues, a ellos: Gracias por la noche en que se hizo la luz cuando las sombras parecían oscurecer los televisores.  

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